miércoles, 16 de julio de 2014

Riesgos de la Gonorrea

Markus lee. Lee sin parar. Le encanta. Se puede pasar horas y horas en el discreto sofá de su habitación devorando páginas. Pocas cosas le distraen de su cometido. Tan sólo Bobby, su perro es capaz de hacerlo. Le disgusta enormemente ese nombre (Bobby) para su mascota. Encuentra que es cursi (y lo es) y que, en todo caso, debería ser sólo para niños americanos con la visera de la gorra hacia atrás y amantes del béisbol. Asume que es un topicazo yanqui y que ya sólo faltaría meter el perrito caliente a la ecuación y el misterio de los patos y ya tendríamos a un Soprano en potencia. A lo que iba, el tema es que él hubiera preferido llamar a su mascota algo así como Tifus o Difteria o Gonorrea. Es infantil, no. Si acaso es humor adolescente. Y es que, él no se esconde. Sabe que se ha quedado en los años dorados. No ha querido pasar de ahí. Conciertos, farras con todas las letras y resacas con todos los signos de exclamación conforman su once inicial así como ya sabéis, las largas tardes de lectura.

Trató, en su día, de llamarle Tifus pero Bobby no le seguía. Alternó unos días con Difteria pero el resultado fue parecido (es decir, nulo). Su última tabla de salvación fue probar con Gonorrea hasta que una mujer se giró en el parque y empezó a entablar conversación con él, lo cual le aterró. Y le salió un instintivo “Bobby” ven aquí, a lo que el can respondió al instante. Puto perro pensó pero admitió que le había salvado de una Gonorrea más que probable.

Y así fue como Bobby fue Bobby y no hay más que decir.

lunes, 7 de julio de 2014

Historias del pasado (más reciente)

“No pretendo convencerte, ni mucho menos sentar cátedra, eso no me interesa”

Eso decía él a menudo, pero creo que pretendía todo lo contrario a lo que sus pomposas palabras sugerían. Buscaba ser convincente (aunque desfalleciera en su intento), se sentaba en su sillón mullido a impartir algo muy parecido a un dogma (nunca adiviné de qué tipo) y yo sin duda, le interesaba.

Pasaron los años, las canas se hicieron dueñas del tablero, las cejas acentuaron su carácter aunque varias de las tropas se sublevaron y buscaron reivindicar una individualidad (la suya o cabría llamarlo soberanismo?) y las pequeñas manchas marrones de la piel dictaron sentencia, activando la cuenta atrás.

Él lo sabía y yo también.

Su prodigiosa memoria empezó a flaquear, así como su capacidad para asumirlo. Su verborrea y discurso ágil se fueron desdibujando en, lo que un periodista deportivo bien podría llamar, la zona mixta a caballo entre el campo de batalla y el oscuro retiro del guerrero bajo el frío chorro de agua de un campo de tercera división.

Hombre de notable intelectualidad pero incapaz de afrontar el cambio de cromos y la lógica pérdida de protagonismo en la familia a la hora de tomar decisiones. Renunció a la presidencia de la mesa de los domingos y a cortar el pavo el día de Navidad consciente del carácter honorífico y no ejecutivo de tales distinciones.

Se negó a tocar la campana que había en su mesita de noche. No lo hacía bajo ningún concepto. Bueno, hasta hace unos pocos días.

Acudí, no con poco miedo dada la excepcionalidad del asunto.

“No pretendo convencerte, ni mucho menos sentar cátedra pero me muero”

Y me convenció.