lunes, 27 de julio de 2015

Los rostros del pasado

Todo tiene su momento, y el momento tiende a ser frágil e intenso, como una danza imaginaria elegante y pausada pero algo desdibujada, que anticipa el fin del mismo.

Esta frase me la dijo alguien hace tiempo, no recuerdo ni quien, ni cuando, lo que sí recuerdo es que no entendí nada. Tampoco le di importancia, pero se quedó incrustada en alguna parte de mi cerebro y, últimamente, ha salido a escena buscando su gloria o su momento.

Es domingo por la tarde, de esos que me gustan. Llueve y los calores han cesado su actividad de forma definitiva. Tengo resaca, lo cual invita a vegetar en el sofá en un estado deplorable y semi comatoso. Mi cuerpo descansa pero mi mente, pese a estar inmersa en el sopor de la siesta, no deja de darle vueltas a la frase de que todo tiene su momento.

Ayer fue un día duro, uno de esos que deja muesca en el revólver y mancha en el zapato. Fue un día diferente, los día habituales no cambian nada en la vida tan sólo son el nexo entre los diversos días diferentes que vamos viviendo. Dos sucesos, totalmente inconexos en forma, fondo y lugar me dieron una tremenda bofetada, de esas que dejan marca roja en algún lado de tu conciencia.

Dos sucesos que pusieron de manifiesto, que todo tiene su momento y que éste pasa. Nos guste o no. Me guste o no. Ahora tan sólo queda tirar de bibliografía personal, recuerdos y toda esa milonga que conforma lo que llaman memoria. Aunque para ser sinceros, ahora me apetece más bien poco entrar en ese jardín.

Ahora sólo puedo estar estirado, sin moverme en mi oasis cerebral particular. Estoy lidiando con ellos, son pocos pero valientes y se mueven rápido. Se autodenominan, los rostros del pasado.

miércoles, 22 de abril de 2015

Looking for Ramiro

Ramiro anda despistado últimamente. Su vida ha dado un vuelco en los últimos meses y bien podría decirse que todavía lo está asimilando. Es normal y diría que lo contrario sorprendería al respetable pero los tumbos son constantes e “in crescendo”.

Ha pasado de su vida más o menos ordenada con trabajo estable y mujer a un trasiego diario sin saber qué le depara el resto de días de la semana. Nada que no sufran millones de personas en la peligrosa confluencia de los 30 con los 40. Su mujer cogió puerta y se fue, harta de una historia que tan sólo tuvo más futuro que pasado en los albores de la misma. Crónica de una muerte anunciada. En el trabajo pasó de ser estrella rutilante a astro defenestrado por exceso de soberbia y carestía de sentido común. Varios millones de dólares perdidos aquí y allí.

El coche pasó a moto, la moto a Vespa y la Vespa a bici. Creo que ya ni a pedales puede ir ya.
Ramiro es optimista “de mena” (por naturaleza) y dice que los medios de transporte están “demodé” y lo que se lleva es vida a pie. Bien por él y su vida saludable.

Tumbado y tumbando se ha pasado la mayor parte del tiempo, intentando conectar de nuevo con la humanidad y con lo que un día fue su círculo. El círculo se ha desvirtuado, volatilizado. Ahora vive pendiente de una aplicación que ha descubierto para follar con gente colindante. Y aparentemente, más feliz que una perdiz.

viernes, 13 de marzo de 2015

Churros, sandalias y otros menesteres

Encontraré mi lugar o eso espero. Las dudas me asaltan hasta cuando he bajado la persiana de los párpados. Esos que me ofrecen falso cobijo y que impermeabilizan al mundo de mis momentos de bajón y oscurantismo prologado.

Caminando por la rambla de una vida común me he topado con eso que algunos llaman dificultades arquitectónicas y molestas obras de mantenimiento. Recuerdo pedir la licencia de obras y recibir una sonora colleja al estilo Sra. Fernández del cole (“niño no te salgas de la fila o cómete el pescado”) y así, entre dimes y diretes, el tiempo ha pasado.

Jamás pedí comprobante ni un recibí en los diferentes avatares ya que siempre creí en lo que mi padre llamaba pacto de caballeros. Con el tiempo, y con la imagen de que me habían levantado la camisa hasta quedarme tan sólo con una manida camiseta imperio, he comprendido por qué esos caballeros siempre andaban a caballo. Tonto el último.

Una vez leí que los que se quieren suicidar de verdad, se quitan los zapatos. Siempre me ha parecido un dato deliciosamente curioso. Esa desconexión que ofrecen las suelas a aquellos que nos hemos sentido perdidos en algún trayecto, no puede ser más que un burdo aislante. Por eso encuentro insultantemente lógico que el perdido o el “lost in translation” de turno, sienta que se ha de descalzar para recuperar la cordura que jamás debió perder. Para tener los pies en el suelo, ni que sea por un instante. El último instante.

Así pues, dispongo a descalzarme aunque mi inseparable pereza ahuyenta cualquier pensamiento que implique saltar al vacío o tirarme a la vía del tren porque el sólo hecho de pensar en la sangre hace que me desvanezca.

Me descalzo, me estiro en el sofá y me tomo mi chocolate con churros.