viernes, 13 de marzo de 2015

Churros, sandalias y otros menesteres

Encontraré mi lugar o eso espero. Las dudas me asaltan hasta cuando he bajado la persiana de los párpados. Esos que me ofrecen falso cobijo y que impermeabilizan al mundo de mis momentos de bajón y oscurantismo prologado.

Caminando por la rambla de una vida común me he topado con eso que algunos llaman dificultades arquitectónicas y molestas obras de mantenimiento. Recuerdo pedir la licencia de obras y recibir una sonora colleja al estilo Sra. Fernández del cole (“niño no te salgas de la fila o cómete el pescado”) y así, entre dimes y diretes, el tiempo ha pasado.

Jamás pedí comprobante ni un recibí en los diferentes avatares ya que siempre creí en lo que mi padre llamaba pacto de caballeros. Con el tiempo, y con la imagen de que me habían levantado la camisa hasta quedarme tan sólo con una manida camiseta imperio, he comprendido por qué esos caballeros siempre andaban a caballo. Tonto el último.

Una vez leí que los que se quieren suicidar de verdad, se quitan los zapatos. Siempre me ha parecido un dato deliciosamente curioso. Esa desconexión que ofrecen las suelas a aquellos que nos hemos sentido perdidos en algún trayecto, no puede ser más que un burdo aislante. Por eso encuentro insultantemente lógico que el perdido o el “lost in translation” de turno, sienta que se ha de descalzar para recuperar la cordura que jamás debió perder. Para tener los pies en el suelo, ni que sea por un instante. El último instante.

Así pues, dispongo a descalzarme aunque mi inseparable pereza ahuyenta cualquier pensamiento que implique saltar al vacío o tirarme a la vía del tren porque el sólo hecho de pensar en la sangre hace que me desvanezca.

Me descalzo, me estiro en el sofá y me tomo mi chocolate con churros.